jueves, 5 de febrero de 2015

La leyenda del barrio de San Diego

El barrio de San Diego
Aprovechamos una tarde vacante conociendo el barrio Chimborazo que se ha formado detrás de San Diego porque Quito se ha extendido tanto en estos últimos tiempos, que en verdad no solo hay rincones sino extensos sectores de conocer, a pesar de que se resida en la ciudad; pero el crudo invierno de este año, casi siempre es un inconveniente para los que no tenemos más que los pies para gozar de un corto paseo.Así fue aquella tarde, que cuando mirábamos detenidamente sinnúmero de casitas que con sus tejados nuevos, sus jardincillos, sus arbolitos de capulí y sus huertos, formaban bellos paisajes de caprichoso colorido campestre en las puertas mismas de la Capital, se encapotó el cielo y la lluvia se desencadeno súbitamente.Apenas hubo tiempo para guarecernos en la humilde habitación de una viejecita que vive en una calle, a poca distancia del Convento de las Franciscanas. Entre señor, nos dijo la mujer, acomodando un rústico banco sobre el que puso doblado un pañolón.- Entre señor y escampe.- Estos aguaceros que no nos dan tiempo para nada. Y con lo que por aquí no pasan ni los carros… ¡vamos al centro por alguna comprita y regresamos hecho sopa!
- Así es señor. Pero me perdona que voy a seguir quemando el fogón, porque ya ha sido tardecito, y yo entretenida con la vecina de aquí al lado, ni me he acordado de que tengo que hacer la merienda para mi hijo. ¡Ah! ¡Con este muchacho! Solo las madres podemos aguantar, ¡señor! Este mi hijo es muy bueno; pero los domingos no hay quien le contenga. Aquí abajo hay una plaza; el, señor, allí se pasa todita la tarde jugando a la pelota con los amigos; pero ya mismo viene porque cuando le coge el hambre, no hay aguacero que valga.
Y mientras conversábamos sobre la vida que está cara, sobre los ejercicios religiosos de San Diego y sobre otros temas populares que la buena mujer manifestaba conocerlos, vino la noche y la lluvia no escampaba.
- Pues ya ve que hasta mi hijo me ha faltado ahora, continúo la viejecita, a la vez que destapaba una olla que hervía y probaba la sal. Pero ha de ser solo porque el aguacero está cayendo a cantaros; ¿porque sabe señor? Él no bebe nunca. ¡Y! Eso sí que el guambra aborrece el aguardiente. ¡Que fuera de él si bebiera! ¡Pobrecito! Y por estos lugares que son miedosos.
- ¿Miedosos dice?
- Si señor; porque aquí se ve a cada rato el “mecha-puco”; aquí arriba no más. . .
- ¿Y qué es eso?
- Es una luz que vuela de un lado a otro, como si jugaran con una pelota de trapo, empapada con querozin. Y eso se ve casi todas las noches, desde que había muerto un leguito de San Francisco, por la caja ronca.. .
- ¿La caja ronca?
- Si, la caja ronca.
Y urgida por nuestra curiosidad, la viejecita nos relató esa leyenda. Fue así:
En aquellos tiempos en que las comunidades religiosas poseían grandes haciendas y se hacía visible la relajación en el clero, cerca del Convento de San Diego, existía una casita aislada. Su dueña era una guapa bolsicona llamada Lucinda, que preparaba una chicha de jora de fama y un caldo de patas que le ponía nuevito al más viejo. Allí se reunían los quiteños que querían disfrutar de su buen humor sin recelos.
No faltaba desde luego en esas reuniones, una buena vihuela, y el canto melancólico del tradicional pasillo. Una noche, el amplio patio de la casita estaba alumbrado por algunos faroles que quemaban velas de cebo, en tanto varios señoritos bailaban y se divertían con locura.
La Lucinda se había trajeado con su mejor bolsicón de bayetilla “aurora”, un elegante saco de raso rosado con largos encajes, y calzaba botas de cabritilla plomo. En su cuello escultural, brillaban preciosas gargantillas de mullos dorados, y unas manillas del más fino coral, hermoseaban dos brazos torneados incomparables.
Los cabellos tenia largos, sueltos y sedosos; los ojos con una languidez atrayente, la boca y los blanquísimos dientes, formaban una sonrisa inspiradora de afecto, y el rostro, en fin, presentaba una visión subyugante.
La Lucinda estaba hermosa como nunca, y con cierto desdeñoso donaire, tendía la mano a cuantos le solicitaban para el baile. La jarana se envolvía en una alegría cada vez mayor, y eco de las sentidas canciones, llevaba a lo lejos el vibrar de espíritus románticos y pesarosos.
Parecía que en esa apartada posada, la vida había abierto un oasis de felicidad, donde hasta la misma tristeza era una parte del placer. Sin embargo, al aproximarse la media noche, se interpuso la fatalidad y el momento menos pensado se oyeron fuertes golpes en la pequeña puerta que cerraba la casita.
La Lucinda que fue la primera en notarlo acudió presurosa a ver quién era, y con alguna zozobra preguntó:
- ¿Quién es? ¿Por qué golpea tan duro?
- Soy yo… el hermano Juan… ¡Abre pronto!, contesto de afuera una voz jadeante.
- ¡Ah! Ya voy, dijo a su vez la muchacha.
Un instante después, un religioso franciscano cruzó el umbral de la puerta, arrimándose luego a la pared con el rostro extremadamente pálido, y manifestando una situación angustiosa.
- ¡Un poco de agua!, murmuro apenas. ¡Dame un poco de agua!
- Bueno, hermanito Juanito; ¿pero qué le pasa?, replico la Lucinda tratando de prestarle apoyo.
- Vete primero por el agua, insistió el religioso.
La muchacha obedeció y entró al patio para avisar a los demás el raro suceso.
Se suspendió la diversión y todos acudieron en socorro del hermano Juan, muy conocido entonces por su privilegiada voz y su asombrosa habilidad para tocar la guitarra.
El religioso tomó desesperado el agua que le dio la muchacha, y cuando recobró un poco de ánimo, explicó:
- Me venía para acá, y me había separado unas tres cuadras del Convento de San Diego, ¡cuando me siguió la caja ronca! ¡Y siento que me muero! ¡Háganme el favor de acompañarme al Convento! ¡Les ruego! ¡Quiero ver al Padre Superior enseguida!
El susto cundió entre los que escuchaban, y la Lucinda no demoró en santiguarse devotamente. Cuando se disponían a servirle de acompañantes al religioso, se oyó en efecto un sonido funesto, y en la ladera de allí cerca donde antes había un espeso chaparral, se vio claramente una procesión de encapuchados, con hábitos vaporosos, que se esfumaban por el suelo llevando como cirios las canillas de los muertos, en tanto el que iba adelante daba golpes lentos sobre una especie de tambor, transmitiendo un sonido ronco y acompasado, que hacía terriblemente miedosa la estancia.
- ¡Misericordia! ¡Padre bendito!, clamó entonces el hermano apretando la cruz de su rosario, cayendo luego desmayado en brazos de alguien que le socorrió en ese instante, mientras los demás horrorizados musitaban una oración.
Después, los aparecidos se pararon, para enseñar sus cuerpos vacíos de carnes y con unos esqueletos vacilantes cuyos huesos despedían luminosas transparencias, dejando escapar un coro de voces tremebundas que decían
- ¡Hermano Juan! ¡Es hora del recogimiento!!!
A poco rato, la fantástica procesión desapareció, quedando en ese lugar una luz que jugaba con la obscuridad, en tanto los que habían presenciado el helante espectáculo, yacían lívidos de espanto.
Al otro día, muy por la mañana, las campanas del conventillo de San Diego, doblaban tristemente llamando a los vecinos a misa de difuntos. El Hermano Juan, habla muerto.
Y añade la leyenda, que la hermosa Lucinda se alejó de esos lugares, y prometió hacer vida de penitencia; pero desde entonces, el mecha-puco asoma con frecuencia en las noches obscuras, en el sitio mismo del fúnebre acontecimiento.
La lluvia había cesado. La viejecita terminó su relato. Agradecimos el bondadoso hospedaje. En la calle, brillaba el lodo, escurriéndose por las cunetas el agua de los tejados. Y en tanto caminábamos con pasos apresurados dirigiéndonos al pobre hogar, protegidos por la luz de los focos, mirábamos temerosos por la ladera, buscando el mecha-puco. Y aún nos parecía oír a lo lejos, el compás horrido de la caja ronca.

miércoles, 4 de febrero de 2015

El gallo de la Catedral

El gallo de la Catedral

Había una vez un hombre muy rico que vivía como príncipe. Muy por la mañana comía el desayuno.
-¿no se toma el desayuno?
-Sí, pero este señor comía el desayuno. Pues, le servían una gran taza de leche "postera" , con gotas de algún licor; un plato de lomo fino, bien asado; pasa enteras, huevos fritos y una taza de chocolate con pan de huevo y queso de Cayambe.
-¡Más que almuerzo!
Así es. Barriga llena, corazón contento, don ramón gozaba de la vida. Después del desayuno dormía la siesta. A la tarde, oloroso a perfume, salía a la calle. Bajaba a la Plaza Grande. Se paraba delante del gallo de la Iglesia de La Catedral. Burlándose le decía:
-¡Qué gallito! ¡Que disparate de gallito!
Luego Don Ramón seguía por la bajada de Santa Catalina. Entraba en la tienda de la señora Mariana. Allí se quedaba hasta la noche. Cuando regresaba a su casa, don Ramón ya estaba coloradito. Había tomado algunas mistelas. Entonces gritaba:
-¡Para mí no hay gallitos que valgan! ¡Ni el gallo de la Catedral!
¡Don Ramón se creía el mejor gallo del mundo! Una vez ... había tomado más mistelas que de costumbre. Al pasar por el atrio de la Catedral, volvió a desafiar al gallo:
- ¡Qué tontera de gallito! ¡No hago caso ni gallo de la Catedral!
En ese momento se volvió más oscura la noche. Sintió que una espuela enorme le rasgaba las piernas. Cayó herido. El gallito le sujetaba y no le dejaba moverse. Un sudor frío corría por el cuerpo de don ramón. Creía que le había llegado el momento de morir. En eso oyó una voz que le decía:
¡Prométeme que no volverás a tomar mistelas!
¡Lo prometo! ¡Ni siquiera tomaré agua!
¡Prométeme que nunca jamás volverás a insultarme !
¡Lo prometo! ¡Ni siquiera te nombraré!
¡Levántate, hombre! ¡Pobre de ti si no cumples tu palabra de honor.
Muchas gracias por tu perdón, gallito.
Conseguido lo que esperaba, el gallito regresó a su puesto.

leyenda de Cantuña

La leyenda de Cantuña

Cuenta la leyenda que en la época de la Colonia vivía un indio llamado Cantuña, quien fue contratado por los frailes franciscanos para la construcción del atrio del convento de San Francisco.
El indígena comenzó los trabajos, pero el tiempo que disponía era muy corto. Pasaron los días y comenzó a desesperarse. Faltaba tan solo un día para la entrega de la obra. Cantuña fue amenazado con ir a la cárcel si no terminaba el atrio a tiempo.
En esos momentos se apareció Satanás, quien exclamó: ¡Cantuña!. Aquí estoy para ayudarte. Conozco tu angustia. Te ayudaré a construir el atrio antes que salga el sol, pero a cambio, me entregarás tu alma.
El indígena aceptó el trato, y puso como condición, que sean colocadas absolutamente todas las piedras y el diablo aceptó.

Inmediatamente los “diablillos” a empezaron a trabajar y con el pasar de las horas, la monumental obra arquitectónica estaba concluida antes de la medianoche. Fue el momento indicado para cobrar el precio por la construcción: el alma de Cantuña.
Cuando el diablo estaba a punto de llevarse el alma del indígena, este lo detuvo al afirmar: ¡Un momento!  Me ofreciste colocar hasta la última piedra de la construcción y no fue así. Falta una piedra. ¡El trato ha sido incumplido! En ese momento Cantuña sacó, debajo de su poncho, una roca que la había escondido muy sigilosamente
Satanás sorprendido reconoció que un simple mortal le había engañado y de esta manera, Cantuña salvó su alma, y el diablo tuvo que retirarse sin recibir su paga.
Esta tradicional leyenda de Quito se mantiene intacta en la Plaza de San Francisco. Allí los vecinos del lugar y los transeúntes coinciden con los detalles de este relato y reviven lo aprendido cuando eran niños.
La gente que visita habitualmente la Plaza de San Francisco, especialmente grupos de estudiantes acuden al lugar para buscar la piedra que falta en ese sitio y que le permitió “salvar la vida a Cantuña”.
A Juan Carlos González se le ilumina el rostro cuando recuerda esa leyenda. “Es una de las tantas leyendas que deben ser conservadas por los quiteños”, manifiesta.
Carla Morales, profesional en Turismo, afirma que “muchas personas vienen aquí a preguntarnos donde está la piedra... Aquí se dice que hay unos canales por donde baja el agua, y falta uno de esos. Se comenta que esa es la piedra que falta”.
En los bajos del atrio de San Francisco funciona ‘Tianguez, Museo Tienda’ , en donde se puede degustar platos típicos, así como adquirir productos artesanales elaborados por alrededor de 150 microempresarios de diferentes lugares del Ecuador.
Ana Jaramillo explica que en la tienda se ofrece café, chocolates, tabaco. Objetos de tagua y cerámica mucahua elaborados por el pueblo kichwa de la Amazonía, así como artesanías de diversos pueblos indígenas.